domingo, 6 de octubre de 2013

Aquel día el demonio despertó solo, con el pecho húmedo y sus alas cansadas. Había nevado. El día estaba soleado, los cuerpos en descomposición emergían como girasoles. El demonio recorría sus tierras descalzo y con algo de ceguera: el sol no le temía y enviaba su luminosidad sin piedad alguna. Logro llegar al otro lado, podía contemplar la masacre y la soledad desde las sombras. Tocó su pecho,no era sangre, siguió la ruta hasta su pálido rostro: eran lagrimas acumuladas. Sonrió y rió un poco en silencio. Por más que gritara la plenitud de la pradera nevada se tragaba su voz. Abrió sus alas y se dejo caer sentado. Vio su reflejo en un charco. Estaba desfigurado. Rió nuevamente, se despellejo lentamente, arranco de si los músculos inservibles, los huesos estaban bien. Ya no quedaba sangre en aquel cuerpo. Lamió sus manos y tal como un gato se baño en saliva; el ardor confirmaba su regeneración. 
Ya se ocultaba entre la nubosidad aquel medio día. Los carroñeros se peleaban los cuerpos, la nieve era agua rosada y el demonio se encontraba hambriento. Desde las fauces de una hiena escucha un grito de congoja: un sobreviviente. O la mitad superior de el. Con su primer paso las hienas se escaparon. Pudo ver su reflejo en aquellos ojos que suplicaban una muerte piadosa. Lo sostuvo entre sus garras. La mitad de hombre no se negaba a morir. Acercó labios con labios. Susurro. Cerraron los ojos y el cosa de segundos la mitad de cuerpo cayo sin alma. Las hienas lo terminaron.
Volvió a nevar. Siguió su camino descalzo. Ese día no quiso volar. Se alejo sonriendo, llorando y riendo, todas las emociones al mismo tiempo.

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